La tierra está cansada
- Yurani Cubillos

- Sep 30
- 3 min read

Durante mi viaje a Colombia, visité la finca cafetera de mi abuela, un lugar que guardo muy cerca de mi corazón. Es un espacio donde encuentro paz y sanación, donde me siento enraizada en mis orígenes, y donde experimento ese sentido de pertenencia que tantas veces anhelo.

Dejé Colombia a los diez años de edad con mi madre. Desde entonces, nunca he sentido que pertenezco del todo a ningún lugar. Ni lo bastante colombiana, ni realmente estadounidense. Incluso ahora, después de vivir seis años en Puerto Vallarta, México, en un país con una cultura que me abraza y me recuerda a casa, a veces me encuentro flotando en un vacío.
Pero cuando estoy con mi abuela, pertenezco.
Su presencia es como un espejo de mi ascendencia. En sus rizos, veo los míos. En la forma de su nariz y sus labios, reconozco los rasgos heredados que han llegado hasta mí. Ella me recuerda que no estoy sin raíces, que mi linaje vive en mi cuerpo. Al sentarme con ella, me siento abrazada no solo por su calor, sino también por las generaciones que me precedieron.

En este viaje, me deleité con la parra que se extiende amplia y generosa en su patio. Sus racimos de uvas dulces y agrias nos invitaron a reunirnos, probarlas y reír juntas. Las saboreé lentamente, sintiendo cómo su tierra sigue nutriéndonos. Después, descansé en la hamaca, balanceándome suavemente mientras el sol de la tarde se suavizaba y mis ojos se cerraban. Dormir allí, plácidamente arrullada por la brisa, el susurro de las hojas y el aroma del café recién hecho, fue sentir a la propia tierra abrazándome, recordándome frenar, saborear y dar gracias.
Mientras hablaba con mi abuela, me comentó que las cosas ya no crecen con la misma facilidad y abundancia de antes. Me dijo: “La tierra está cansada.” Sentí esas palabras tan profundamente. Las sentí en mis huesos. En mis tejidos. En mi mente. Las personas le exigimos demasiado a la tierra, y ella está cansada.

Como mujer, yo también me siento agotada por la presión de la perfección, esa actuación constante que no logro apagar. El trabajo infinito de enseñar, cuidar y nutrir en un mundo que tan a menudo no devuelve lo mismo. Sus palabras resonaron en mí: ¿cómo me cuido a mí misma? ¿Cómo me mantengo enraizada? ¿Cómo sigo amando y cuidando mientras abrazo mi propia fuerza? ¿Cómo evito que el peso de este mundo me desgaste hasta el punto de no poder crecer y florecer?
Y pienso en las mujeres. Pienso en las mujeres. En lo mucho que se nos exige. Y en el cansancio que cargamos.
Las mujeres que sostienen a sus familias con cada gota de energía que tienen. Las mujeres atrapadas en situaciones que ya no les sirven. Las mujeres que se sienten reducidas a cuerpos que cuidan, limpian y dan a luz. Las mujeres que han dejado sus sueños y deseos a un lado. Las mujeres que se sienten sin amor, sin cuidado. Las mujeres que constantemente se sobre-explican, se encogen, se disculpan. Las mujeres que sienten culpa cuando descansan. Las mujeres que ya no están con nosotras, vidas arrebatadas por el feminicidio. Y las mujeres que siguen, cargando el peso de la ausencia, aprendiendo a caminar con su duelo.
La tierra cansada de mi abuela me recordó que todos los seres vivos necesitan descansar—la tierra, las personas, nuestras comunidades, todo lo que anhela florecer. La sanación comienza cuando escuchamos esos susurros, cuando hacemos una pausa, cuando elegimos reponer en lugar de agotar. Hoy te invito a sostener un espacio para ti y para los demás: a bajar el ritmo, apagar la actuación y simplemente ser. Sal a la naturaleza y permite que te sostenga. Ya sea un parque, un sendero o un pequeño jardín, deja que la tierra restaure tu energía.
En ese espacio de quietud, creamos la posibilidad de enraizar, sanar y volver a florecer.


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